07 noviembre 2006

El impedimento de la experiencia

El siglo XX ha visto nacer en su seno un amplío grupo de filósofos analíticos que ha tratado las cuestiones del lenguaje, la mente y el mundo por separado o algunas veces constituyéndolo como un todo. Uno de estos filósofos de nuevo cuño y seguidores del giro lingüístico ha sido W. V. Quine.

Quine defiende el llamado naturalismo epistemológico que se puede definir según sus propias palabras de la siguiente manera: “El conocimiento es conocimiento científico […]. Las cuestiones epistemológicas fundamentales se convierten en cuestiones a responder dentro del marco científico. No se trata de poner la ciencia a un lado y buscar algo más fundamental, sino de trabajar a partir de la ciencia”
(1). Así pues, el filósofo estadounidense construye su teoría del conocimiento desde la ciencia, es decir, a partir de todos aquellos hechos empíricos observables y evaluables según métodos científicos.

Sin embargo, y aunque la crítica del autor a las nociones de verdad analítica y verdad sintética; y el reduccionismo resulte acertada en su artículo Dos dogmas del empirismo, cifrar todo el ámbito del conocimiento en la experiencia resulta, en el fondo, el tipo de reduccionismo más antiguo que existe. Este se remonta a los tiempos de la filosofía clásica en la que los sofistas utilizaban el saber en su propio beneficio, y no por el amor a la sabiduría. Con esto no pretendo decir que Quine sea un sofista, ni mucho menos, sino poner de manifiesto la idea de que cuando se limita un campo como el del conocimiento a un campo concreto como puede ser la naturaleza, en el caso de Quine; y el del beneficio, en el caso de los sofistas, nos encontramos con una filosofía que no puede acercarse a la totalidad de lo real.

Por ello, este autor puede afirmar que el conocimiento de la realidad se basa en la dualidad estímulo/ respuesta. Un ejemplo que nos aclarará un poco más esta noción es el siguiente: un sujeto determinado recibe mediante sus sentidos el vuelo de una abeja, esto es el estímulo que lleva al sujeto a preguntarse qué es lo que ha oído hasta catalogarlo como un zumbido, lo cual, a su vez, le llevará a buscar el lugar del que procede y ver la abeja; finalmente sabrá que es una abeja lo que está oyendo y viendo porque sabe que existe un insecto que reúne esas características. Por último, la respuesta consistirá en articular ese estímulo en un discurso teórico adecuado.

Es en este preciso instante cuando hace acto de presencia otro de los elementos importantes de la teoría filosófica de Quine, el lenguaje. Para este autor el lenguaje es “una disposición innata que ya no es compartida por otros animales”, por la que un niño articula el lenguaje “por imitación e invita a un refuerzo selectivo que es lo que inicia el aprendizaje. Así, “al adquirir el lenguaje adquiere también los conceptos y parte del bagaje de la comunidad lingüística en la que se está integrando.
(2)” Sin embargo, aunque esta teoría no es del todo incorrecta, le llevará a afirmar que es “el lenguaje el que activa, en gran medida, el propio conocimiento y porque nos proporciona evidencia de él.(3)” Sin embargo, a esta teoría se le pueden objetar dos cosas.

En primer lugar, se le puede criticar la idea de que el lenguaje activa el conocimiento. ¿Cómo hablaríamos si no hubiese un conocimiento previo de la realidad? Sin realidad no hay pensamiento que pueda ser expresado en palabras. Efectivamente, el proceso sería: de la realidad sensible al pensamiento, y de éste a las palabras, pero no son las palabras las que inician el conocimiento. Que el niño aprenda a hablar por refuerzo selectivo no significa que no esté pensando, sino que no tiene un conocimiento intencional y reflexivo de su pensamiento que le permita argumentarlo en un discurso coherente. Le falta desarrollar la potencia que le permitiría hacerlo. Así, “si se considera al lenguaje como separado del pensamiento o simplemente se prescinde de este, el lenguaje pierde su dimensión trascendental y queda reducido a una estructura antropológica que se puede estudiar objetivamente, como cualquier otro objeto cultural".
(4)

En segundo lugar, se puede achacar al argumento de Quine el otorgarle solo a los seres humanos la capacidad de usar un lenguaje desarrollado. Alasdair MacIntyre en su obra Animales racionales y dependientes ha demostrado como el delfín ha desarrollado un lenguaje con un alto grado de sofisticación, y que incluso muchas especies de animales pueden cambiar sus creencias. Esta idea apoya la anterior tesis, porque si un animal puede cambiar sus creencias sin el lenguaje será porque antes es el pensamiento que le permite cambiar esas creencias que el propio lenguaje. De hecho, si el niño es capaz de aprender el lenguaje mediante el refuerzo selectivo será porque existe pensamiento en mayor o menor medida. Resulta indiferente que no sea consciente de ello.
(5)

Por tanto, aunque la línea filosófica trazada por W. V. Quine se acerca a una interpretación correcta de la realidad que versa sobre el conocimiento y el lenguaje, se hace preciso compaginar el naturalismo y las investigaciones científicas con una adecuada comprensión de la trascendentalidad, no en el sentido kantiano de la palabra sino en el vulgar, del ser humano que lucha por elevarse del apego terrenal que tiene por lo sensible hasta las capas más altas de lo que propiamente pertenece al ámbito del espíritu. En palabras de León R. Kass: “La independencia del organismo como individuo es inseparable de su absoluta dependencia de lo que hay más allá de sus límites”.
(6)

En fin, no todo puede limitarse a la experiencia. El ser humano está compuesto de una parte material y otra inmaterial, y solo los materialistas radicales se atreven a negarla sin unas propuestas que puedan ser muy bien defendidas por ellos mismos. Parece, en última instancia, que otorgarle una dimensión trascendente a la corporeidad humana es más una cuestión de fe que de conocimiento.

Notas bibliográficas

(1)Entrevista a W. V. Quine. Publicada en La Vanguardia el martes, 8 de enero de 1991.
(2)Ibíd.
(3)Ibíd.
(4)Alejandro Llano. El enigma de la representación. Editorial Síntesis, 1999, p. 154
(5)Para una mayor comprensión de la idea expresada les remito a los capítulos 3, 4 y 5 de la siguiente obre: Alasdair MacIntyre. Animales racionales e independientes. Ed. Paidós Básica 2001
(6)León R. Kass. El alma hambrienta. La comida y el perfeccionamiento de nuestra naturaleza. Ediciones Cristiandad, Madrid 2005, p. 93

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