26 julio 2007

La verdad de las noticias

Hoy en día vivimos pegados a los medios de comunicación y a los medios digitales de producción de la información, puesto que gracias a la globalización los sucesos se conocen en un breve espacio de tiempo. Las noticias se producen a una velocidad espamosa, se escriben a una velocidad increible, y las Agencias de Noticias las conocen y las cuelgan en sus dominios para que todo aquel que ha pagado el precio para consultarlas pueda utilizarlas en sus versiones informativas, tanto escritas, digitales o audiovisuales.

La industria de la información conoce prácticamente todo lo que ha pasado en el mundo en tiempo record... Pero luego llega la selección. Evidententemente un medio de comunicación con una tirada y un número limitado de páginas no puede dar toda la información que se produce en un día. Por eso se elige... Y las elecciones se hacen según la política del medio, los lectores a los que se dirige, y la información que, en resumidas cuentas, sabe que va a interesar más a la gente, y que, por ende, va a vender más.

No se trata, como he oído últimamente, que el medio de comunicación se dedique a manipular al lector medio, sino que el espacio y el tiempo son finitos, mientras que la producción de noticias es ingente, y no se puede poner todo ni contar todo. Es técnicamente imposible. Un periódico como cualquier otro medio de comunicación tiene unos intereses que debe velar. No es menos cierto que se pueden, a posteriori, hacer valoraciones morales acerca de sus intereses. Pero criticar a los medios de comunicación por no presentar toda la realidad tal cual se está dando es absurdo, descabellado y de personas que no comprenden cuál es la realidad a la que se enfrentan los profesionales de la comunicación en su trabajo diario.

Por esto, la objetividad en la información no es algo perdido ni ignorado, sino que dada la cantidad de información que hay no se puede prestar atención a todo. Y esto no es falta de objetividad, sino falta de tiempo y espacio. La objetividad es otra cosa en lo que se refiere a su aplicación a la información. La realidad es como es y no se puede contemplar todo.

19 julio 2007

La historia como narración

Introducción

La fuerza que ha tomado la narración como el método del conocimiento histórico en las tres últimas décadas ha provocado el consiguiente decaimiento de todas las antiguas formas asentadas en presupuestos marxistas, positivistas y cientificistas. El auge, nuevamente, de un conocimiento histórico basado en la narración, más cercana a la literatura que a la propia definición de un vocabulario técnico que asegure la objetividad del conocimiento histórico, ha propiciado un amplio campo de pensamiento teórico dedicado a defender y a ver los posibles problemas, tanto metodológicos como epistemológicos, que tiene la narración como principal método que el historiador utiliza para acercarse al pasado[1].

Sin embargo, la narración histórica no ha estado libre de controversias ni lo estará, ya que un conocimiento histórico tan apegado a las formas lingüísticas literarias puede perder de vista que su principal trabajo es la búsqueda de la verdad, y en cuanto la narración histórica cruza la frontera de la mera imaginación y deja atrás la realidad sucede que el historiador deja de historiar para comenzar a fabular. Por lo tanto, es una afirmación completamente cierta que, aunque la narración se convierta en el punto sobre que el pivota el conocimiento histórico, este no es un conocimiento sin un grado de certeza y objetividad necesario, sino que, en cuanto se trata de una ciencia que busca un estatuto científico, tiene que asimilar los rigores de ser considerada de esa forma.

Así pues, surge la necesidad de realizar una teorización sobre la praxis que conlleva realizar la narración histórica, y nada se aleja más de la verdad que la idea de que la historia se apoya tanto en “el testimonio dado por testigos veraces”[2], tanto oral y escrito, como en el “vestigio –huella del pasado que no fue destinada a transmitir su recuerdo a la posteridad”[3], porque, como ya se sabe, la materia del ser histórico tiene tres características esenciales, que son: la temporalidad, la libertad y la sociabilidad[4]. Sin embargo, hay que recordar que esto no es óbice para considerar cualquier acción humana como merecedora de ser partícipe del punto de mira histórico, porque solo aquellos eventos que han dejado su impronta en su presente y en un futuro próximo, que han modificado el curso de una sociedad o que, de algún modo, han influido fuertemente en el curso histórico son galardonados con el honor de ser investigados por el historiador. Y esto es de lo que está tratando H. Arendt cuando afirma que “lo grande era lo que merecía la inmortalidad, lo que debía ser admitido en la compañía de las cosas que duraban para siempre, rodeando la futileza de los mortales con su majestad insuperable”[5].

No es por eso extraño que la historia haya vuelto a centrarse en la narración para desarrollar su contenido. La razón de esta vuelta es la manifiesta necesidad del pensamiento humano de buscar la conexión de cualquier proceso, tanto mental como real. El ser humano necesita encontrar las causas y los efectos de todo aquello que le rodea, y esta no es una necesidad baladí, en cuanto que se demuestra por el avance científico. La ciencia avanza mediante la búsqueda de las causas, y todo ello porque el modo de conocer humano se estructura de esa forma, a saber, según una causa y un efecto, y sino solo hay que mirar a las sociedades más primitivas de Homo Sapiens- Sapiens, en las que el culto a seres poderosísimos explicaba los cambios climáticos, la muerte y toda clase de sucesos que aún no eran explicables por causas racionales.

Así pues, la mejor forma para realizar el conocimiento histórico estará basado en la narración y no solo por algunos de los motivos metafísicos, antropológicos o epistemológicos anteriormente apuntados, sino porque “la forma, la configuración propia de lo histórico, tiene el modelo indefinido de la sucesión, en cuanto que la acción recibe la carga del pasado y prepara la ruta del futuro. La forma de los actos históricos es una trascendencia indefinida”[6].

Con todo, no está de más mostrar como se desarrollaba la ciencia histórica antes de este resurgir de la narración como método del saber histórico, y para ello, podemos detenernos en el análisis y comparación de un texto de Walter Benjamín sobre la figura del narrador y la visión que tenía sobre la narración histórica el marxismo y la escuela de Frankfurt.

La narración histórica

El ocaso de la narración y las características del narrador

Walter Benjamin inicia este breve artículo con la siguiente afirmación: “El narrador –por muy familiar que nos parezca el nombre- no se nos presenta en toda su incidencia viva. Es algo que de entrada está alejado de nosotros y continúa a alejarse aún más”[7]. Parece claro que Benjamin va a explicar las características del buen narrador y cuáles son los motivos por los que este está perdiendo su posición eminente ante el discurso histórico. Por lo tanto, si el narrador comienza a alejarse, resultará que el conocimiento histórico producido desde la narración no será valido.

Para Benjamin, una de las causas que “nos dice que la narración está tocando a su fin”[8]la experiencia. Piensa este autor que la experiencia de los testigos es la base para toda buena narración, pero desde la Guerra Mundial la experiencia se ve empobrecida porque el ser humano se encuentra “rodeado por una campo de fuerza de corrientes devastadores y explosiones”[9] de las que no puede hacer partícipe a nadie. Y no es menos cierto que “la experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que se han servido todos los narradores”[10], porque como se afirmó antes es esta la que puede montar un buen discurso histórico ya que es ella la que se encarga de mostrar al presente los hechos pretéritos. es la progresiva muerte de

Y esto es lo que se afirma al decir que “la memoria personal se queda paralizada en ocasiones por el miedo a recordar […]. Pero, en todos los casos, sea por exceso o por defecto, la herida abierta de una memoria no cauterizada sigue ahí: si no sale en el momento oportuno, después aparece en forma de pus”[11]. Y si como dice H. Arendt “cualquier pena es soportable si se puede contar una historia”, entonces no queda más remedio que ahondar en la experiencia en busca de un discurso histórico que permita escapar del sufrimiento doloroso.

El narrador, que en este caso se convierte en historiador debe recopilar el mayor número posible de testimonios, por muy fragmentados y sesgados que estén para formarse una certeza histórica sobre aquello que quiere narrar. Por lo tanto, el juicio histórico se basa en un primer momento en la fe que el historiador tiene sobre los testimonios que recopila, con el fin de desechar aquellos que no son fiables y utilizar los que le convencen de que los testigos “han conocido bien el hecho y ha de estar seguro además de que él mismo ha entendido el testimonio dado”[12]. Hace falta, pues, una adecuada metodología del testimonio y una criba firme sobre los conceptos comunes y propios que el historiador trae consigo a la hora de elaborar el curso histórico[13].

Así pues, Benjamin considera que “un rasgo característico de muchos narradores natos es una orientación hacia lo práctico”[14], y considera que toda narración aporta consejos sobre la continuación de una historia en curso, y esto no se aleja de lo que nosotros entendemos por narración histórica puesto que, “historiar es calibrar o medir la repercusión de un pasado en un presente”[15], es decir, el hecho pretérito mantiene una continuidad con el presente que permite el conocer histórico, y por ello, la historia es un saber acumulativo. Con todo, se hace evidente que “todas las sociedades, a lo largo de la historia, han tratado de dominar su pasado, porque eran conscientes de que dominando su pretérito, aseguraban su presente y afrontaban con mayor seguridad su futuro”[16].

Por lo tanto, parece esencial al conocimiento histórico esa perdurabilidad que tiene en el presente, esa extraña y velada influencia que realiza sobre los acontecimientos que se dan en un tiempo actual. Sin embargo, Benjamin opina que el aspecto del consejo desaparece, tanto en cuanto, desaparece la sabiduría, que no es más que experiencia extraída de los materiales de la vida vivida; por lo que, inevitablemente, el arte de narrar se acerca a su fin[17].

Además, para él, la novela se convierte en uno de los indicios que llevan al ocaso de la narración, como si por algún aspecto causal este género estuviese condenando la transmisión de la experiencia que, a su juicio, solo puede realizar el narrador cuando transforma su experiencia en la de aquellos que escuchan su historia. Y no es más curioso que condene al novelista a su soledad, pareciendo así que la novela se transforma en una especie de invención imaginativa alejada de la concepción que Benjamin tiene de la experiencia. Parece ser que la novela no puede transmitir ningún consejo ni enseñanza práctica[18]. Sin embargo, admitir esto, pasa por admitir las implicaciones que trae consigo el concepto de “experiencia” que Benjamin utiliza, puesto que de otro modo, negar el valor de la novela como género literario no se sostiene.

Mas bien, la crítica que Benjamin parece dirigir a la novela se encuentra secundada por sus posturas marxistas, por las que declara que “la novela, cuyos inicios se remontan a la antigüedad, requirió cientos de años hasta toparse, en la incipiente burguesía, con los elementos que le sirvieron para florecer. Apenas sobrevenidos estos elementos, la narración comenzó, lentamente a retraerse a lo arcaico”.[19] Sin embargo, parece que Benjamin se fija más, para realizar su crítica, en la calidad de la narración, que se ve afectada por todas esas formas narrativas que no son las propiamente históricas, pero esto no logra que la narración sucumba, puesto que la narración no le pertenece a un solo género, sino que se interrelaciona con muchos otros. Con lo cual, se puede afirmar con Benjamin que la narración pierde calidad por la mengua de la experiencia, pero no llevar la postura hasta la radicalidad afirmando su progresiva desaparición.

Parece, por lo tanto, necesario buscar otro motivo que lleve a Benjamin a augurar la muerte de la narración, y este parece encontrarse en la información. Piensa, principalmente que “la escasez en que ha caído el arte de narrar se explica por el papel decisivo jugado por la difusión de la información”[20], porque, para él, “la mitad del arte de narrar radica precisamente, en referir una historia libre de explicaciones”[21]. Sin embargo, nada se aleja más de la verdad que la anterior afirmación, porque “lo principal del conocimiento histórico es la determinación conectiva de los hechos”[22]. Y para realizar esto hace falta hacer síntesis de los sucesos, y esto es la narración. Así pues, parece desacertada la visión de que la narración no necesita explicaciones, y mucho más en lo referente a la historia.

Sin embargo, mucho más adelante encontramos la siguiente afirmación en boca de Benjamin, que nos hace dudar de que lo anteriormente dicho se refiriese a la historia, cuando menos a la conexión que esta podría tener con la información. Así pues, afirma que “el historiador está forzado a explicar de alguna manera los sucesos que le ocupan; bajo circunstancia alguna puede contentarse presentándolos como muestras del curso del mundo”[23]. Por lo tanto, al menos afirma que el cronista es el encargado de narrar el decurso histórico y sus conexiones.

Hay que recordar que la historia exige un análisis y una síntesis, porque, si, como dice Benjamin, “lo extraordinario, lo prodigioso, están contados con la mayor precisión, sin imponerle a lector el contexto psicológico de lo ocurrido”[24], entonces no se realiza ciencia histórica propiamente dicha, puesto que la historia que es simple “enumeración” se convierte en una amalgama de piezas inconexas. Por lo tanto, se hace necesario que la historia como narración tenga una configuración y una trama que deberá ser dada por el historiador en el momento de narrar, es decir, un contexto y una secuencia ya que el historiador se encarga de re-construir la historia, y no solo mentarla de nuevo. Es un saber que continuamente vuelve sobre sus textos para realizar una profundización más honda en aquello que investiga[25].

Es curioso que aunque Benjamin afirme que la narración está llegando a su fin nos encontremos con la afirmación de que “la narración no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas y, es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo”[26]. Sin embargo, es una distinción que hace contraria a la información, la cual al ser de actualidad solo pervive en el presente y en él se agota, con lo que tiene que estar continuamente renovándose. Pero es, ciertamente evidente, que la narración siempre está presente, puesto que siempre puede hacerse narración histórica por el carácter de profundización que tiene.

La adecuada narración histórica

Para la verdadera y adecuada narración histórica hay que tener en cuenta el papel que juega el historiador. Este, en un primer momento, ha seleccionado aquellos testimonios que le será útiles para el desarrollo de la historia, pero también se ha de tener en cuenta lo que el investigador añade de sí mismo. Benjamin opina al respecto lo siguiente: “Y cuanto más natural sea esa renuncia a matizaciones psicológicas por parte del autor, tanto mayor la expectativa e aquélla de encontrar un lugar en la memoria del oyente”[27]. Sin embargo, no se puede prescindir de forma completa de toda la intrahistoria, en palabras de Unamuno, que el historiador tiene, y tampoco se debe hacer.

Como ya se sabe, a la ciencia histórica se le han dirigido variadas críticas desde la metodología positivista en cuanto que no es capaz de asegurar la universalidad ni objetividad de su estudio. Pero resulta, la objetividad y la universalidad que se dan el la ciencia histórica no son como el de las ciencias positivas, sino que varían en un aspecto, a saber: no se apoya directamente en el objeto. La objetividad de la historia no es tal, sino que es certeza, una certeza que se apoya en los testimonios, pero que no es una pura creación del historiador. Asimismo, en cuanto a la universalidad de la historia, cabe decir que esta se apoya en la necesidad que el hecho pretérito tiene por el hecho de haber sucedido. El pasado no se puede cambiar, por lo tanto, no es contingente, sino necesario. Es cierto que, en el momento en el que era futuro, era contingente, pero en cuanto deviene en el presente y pasa a formar parte del pasado ya no puede ser de otro modo a como fue y, por ello, es necesario.[28]

Asimismo, cuando el historiador inicia la investigación histórica está añadiendo toda una visión de la vida que ni él mismo sabe que tiene, nunca ha reflexionado sobre ellos. Es cierto que para asegurar la mayor certeza histórica, el investigador no debe trasladar su presente a su investigación y debe cribarse a sí mismo para que esto no suceda. Pero lo que no se puede dejar de considerar es que el investigador es siempre un sujeto, y como tal no puede convertirse en un puro objeto para sí mismo, porque en sí misma la idea es contradictoria, ya que seguirá considerándose a sí mismo desde su propia subjetividad. Por lo tanto, el juicio histórico no es objetivo, pero tampoco es pura subjetividad, y mucho menos pura imaginación. No se queda tan lejos de la realidad, pues, la afirmación de Benjamin, pero de la misma forma, él también admite que la “huella del narrador queda adherida a la narración”[29].

La muerte autoriza la narración

Para Benjamin, las historias nacen a las puertas de la muerte. El narrador, cuando se encuentra ante la parca, narra de mejor modo toda su vida vivida, toda la experiencia, puesto que para él, solo el moribundo es aquel que tiene el material de todas las historias. Al mirar atrás y contemplar toda su vida, el narrador adquiere la autoridad necesaria para narrar. No deja de sorprender la feroz crítica que realiza a la sociedad de su tiempo al decir que “hoy los ciudadanos, en espacios intocados por la muerte, son flamantes residentes de la eternidad, y en el ocaso de sus vidas, son depositados por sus herederos en sanatorios u hospitales”[30], y siguiendo su discurso no se encuentra nada lejos de la verdad, puesto que si la experiencia forma la verdadera narración, solo en el momento de la muerte, ante la contemplación de esta, el narrador vuelve la cabeza para recordar todos aquellos momentos vividos, y nunca mejor dicho, los recuerda de la mejor manera. Como expresa J. Aurell, “es una experiencia cotidiana que buena parte de nuestros pensamientos y nuestras acciones tienen su origen en una mirada hacia nuestras vivencias pasadas incomunicables […]. Identidad y memoria, al fin y al cabo, se identifican”[31].

La memoria en la narración

Así pues, la memoria se funda en el recuerdo, y piensa Benjamin que “el recuerdo funda la cadena de la tradición que se retransmite de generación en generación […].Funda la red compuesta en última instancia por todas las historias. Una se enlaza con la otra, tal como todos los grandes narradores”[32]. Con todo, se puede pensar que Benjamin está pensando en una memoria individual que fundaría, junto con otras memorias individuales una historia colectiva. Y esto es importante, porque, “que la memoria tiene una función social evidente y por este motivo es preciso tener presente las dimensiones morales que comparta su orientación en la vida de los pueblos. El problema se plantea en toda su radicalidad cuando se hace una lectura del pasado donde predomina excesivamente una división entre vencedores y vencidos”[33]. Sin embargo, Benjamin no se centra en realizar una argumentación al respecto, para volver a comparar la novela a la narración. Para él, la memoria del novelista sería eternizadota, tanto en cuanto se centra en un acontecimiento concreto, mientras que la memoria del narrador sería transitoria, consagrándose esta a muchos acontecimientos dispersos.

Así, la gran contraposición entre la novela y la narración se da en que la novela da un “sentido de la vida”, mientras que la narración da “la moraleja de la historia”, además, la novela siempre tiene un fin, y nunca cabe hacerle la pregunta de ¿y cómo sigue?, mientras que la narración siempre puede contestarla. Y es así dentro del ámbito de la historia como narración, puesto que la historia nunca se detiene, siempre suceden nuevos hechos que en un futuro podrán ser considerados por el historiador para forjar una nueva narración histórica[34].

Conclusión

Como se ha podido ver, para Walter Benjamin la narración es un método que puede servirle al historiador, pero en su análisis observa como la narración aboca a un fin ya largamente anunciado. Es curiosa esta visión en la que se contrapone la narración a la novela, puesto que la narración histórica se acerca a la novela. Al negarle a la novela la capacidad de narrar está condenando a la narración histórica a un género desconocido. Parece ser que para él, solo la verdadera narración histórica válida sería la desarrollada por el cronista, con lo cual se estaría encasillando el conocimiento histórico en un género muy concreto del que no podría salir y que, evidentemente, le imposibilitaría en gran medida innovar sobre su propia estructura.

Asimismo, también cabe criticarle a Benjamin la concepción tan limitada que tiene de la narración, porque yo aún me pregunto ¿si la novela no es narración, entonces qué es? Y no parece haber una respuesta clara en el texto a cuál es el ámbito en el que se desenvuelve la novela. Parece ser que la narración tiene un ámbito determinado que no se hace explícito en el texto, y queda alejada de cualquier género literario moderno.

Sin embargo, la idea de que la narración está abocada al fracaso se ha visto aniquilada por todas las teorías que unen la narración con el conocimiento histórico. Con todo se ha visto que “la coherencia formal del relato histórico pasa a ser lo más importante, más allá de su concordancia o no con la realidad. La moderación epistemológica de los ensayos de Paul Ricoeur y Michel de Certeau no han hecho más que aumentar la sensación de que el tema estrella de la historia es, actualmente, el modo de narrar, la capacidad del historiador de construir un relato coherente”[35].

Así, se puede afirmar que “la distinción entre historia y literatura no radica en su forma narrativa sino en su contenido, real en la primera, imaginativo en la segunda. Lo que ha acreditado a los historiadores de todos los tiempos no es su grado de ‘cientificidad’ sino su capacidad para narrar una historia verdadera a través de un discurso referencial”[36]. Por lo tanto, la afirmación de Benjamin de que la novela se aleja de la narración histórica, y de que la narración muere progresivamente, se enfrenta a la objeción de que lo que distingue a una de la otra es el contenido, y no la forma narrativa. Por ello, la narración sirve como método para el desarrollo de un conocimiento histórico, tanto en cuanto, es la el discurso narrativo el que mejor expone las causas y las consecuencias de los eventos humanos. Y es el tanto el historiador como el novelista los que se sirven de la narración para desarrollar sus especialidades.

El problema que queda es determinar en qué lugar se debe poner la frontera entre la historia y la literatura, puesto que se puede pasar fácilmente de la una a la otra.

Bibliografía

· Juan Cruz Cruz, Filosofía de la historia, Navarra, Ediciones Universidad de Navarra, Editorial Eunsa, 2002.

· Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminación IV, Madrid, Editorial Taurus, 1991

· Jaume Aurell, “La función social de la memoria”, en: Rafael Alvira, Héctor Ghiretti y Montserrat Herrero (eds.), La experiencia social del tiempo, Navarra, Editorial Eunsa, 2006.

· Jaume Aurell, “Hayden White y la naturaleza narrativa de la historia”, Anuario Filosófico, número XXXIX/3, Universidad de Navarra, 2006.

· Hanna Arendt, Entre el pasado y el futuro. Cinco ejercicios sobre la reflexión política, Barcelona, Editorial Península, 1996.



[1] Jaume Aurell sintetiza los cuatro grupos más influyentes sobre la nueva teoría de la narratividad en su ejemplar artículo “Hayden White y la naturaleza narrativa de la historia”, en: Anuario Filosófico, número XXXIX/3, 2006, pp. 642-643.

[2] Juan Cruz Cruz, Filosofía de la historia, Navarra, Editorial Eunsa, 2002, p. 27.

[3] Ibid., p. 27.

[4] Vid. Ibid., p. 18.

[5] Hanna Arendt, Entre el pasado y el futuro. Cinco ejercicios sobre la reflexión política, Barcelona, Editorial Península, 1996, p. 55.

[6] Vid., Juan Cruz Cruz, op.cit., p. 19.

[7] Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Editorial Taurus, 1991. p. 111.

[8] Ibid., Walter Benjamin., p. 112.

[9] Ibid., Walter Benjamin., p. 112.

[10]Ibid., Walter Benjamin., p. 112.

[11] Jaume Aurell, “La función social de la memoria”, en: Rafael Alvira, Héctor Ghiretti y Montserrat Herrero (eds.), La experiencia social del tiempo, Navarra, Editorial Eunsa, 2006, pp. 154-155.

[12] Vid., Juan Cruz Cruz, op.cit., p. 29.

[13] Cfr. Juan Cruz Cruz, op.cit., pp. 29-36 y 57.

[14] Vid., Walter Benjamín, op cit., p. 114

[15] Vid., Juan Cruz Cruz, op.cit., p. 47.

[16] Vid., Jaume Aurell, “La función social de la memoria”, ed. cit., p. 149.

[17] Vid., Walter Benjamín, op cit., p. 115.

[18] Cfr., Walter Benjamín, op cit., pp. 115-116.

[19] Ibid., Walter Benjamin., p. 116.

[20] Ibid., Walter Benjamin., p. 116.

[21] Ibid., Walter Benjamin., p. 116.

[22] Vid., Juan Cruz Cruz, op.cit., p. 41.

[23] Vid., Walter Benjamin, op. cit. p. 123.

[24] Vid., Walter Benjamin, op. cit. p. 117.

[25] Al respecto, J. Aurell afirma que “el historiador no alcanzaría el conocimiento del pasado a través de su narración, sino que simplemente lo re-actualizaría”, en: “Hayden White y la naturaleza narrativa de la historia”, ed. cit, p. 627.

[26] Ibid., Walter Benjamin, op cit. pp. 117-118.

[27] Ibid., Walter Benjamin, op cit. p. 118.

[28] Cfr. Juan Cruz Cruz, op. cit, pp. 51-66

[29] Vid. Walter Benjamin., op. cit. p. 119.

[30] Ibid. Walter Benjamin, op. cit. p. 121.

[31] Vid., Jaume Aurell, “La función social de la memoria”, ed. cit., p. 152.

[32] Vid. Walter Benjamin, op. cit. p. 124.

[33] Vid. Jaume Aurell, “La función social de la memoria”, ed. cit., p. 167.

[34] Cfr. Walter Benjamin., op. cit. p. 125-127.

[35] Vid. Jaume Aurell, “La función social de la memoria”, ed. cit. p. 161.

[36] Vid. Jaume Aurell, “Hayden White y la naturaleza narrativa de la historia”, ed. cit. P. 641.

De la guerra civil inglesa al Leviatán

Breve introducción histórica

Cuando Hobbes comenzaba a escribir su obra cumbre entre la década de los cuarenta y cincuenta del siglo XVII, Inglaterra se encontraba zambullida en plena Guerra Civil. El curso de los hechos llevaría a la victoria de los partidarios parlamentaristas y la derrota de los realistas. No obstante, los problemas ingleses no habrían hecho más que empezar, y las guerras civiles se seguirían hasta la llegada del protectorado de Cromwell entre los años 1653 y 1660.

La República, que comenzó tras la decapitación de Carlos I en 1649, se convirtió rápidamente en dictadura militar debido al inicio de la Tercera Guerra Civil contra los partidarios de la monarquía, que luchaban a favor de Carlos II, sucesor legítimo a la Corona británica.

Con este contexto presente, y sabiendo que Hobbes fue tutor de Carlos II hasta 1648, se pueden deducir las influencias que llevaron al filósofo inglés a escribir su tratado político. En un tiempo en que las guerras que se daban en Inglaterra y en Europa tenían, tanto influencias políticas como religiosas, y que la historia andaba revolviéndose convulsamente en busca de un cambio de orientación, hacía falta, en la opinión de Hobbes, un Estado fuerte que eliminase el miedo y el terror a la muerte a manos de los congéneres.

Un Leviatán todopoderoso que evitase las guerras intestinas que se desarrollaban por toda la geografía. Y esta fue la visión que tuvo Hobbes, una visión que debía ser conducida de la mano de un político fuerte, autoritario y dominador que estableciese qué era lo correcto y lo incorrecto, lo que estaba permitido y lo que no en su territorio. Y con esta orientación, Hobbes terminó de corregir el gran tratado político de la filosofía inglesa en 1651[1]. Así pues, dado que la gran influencia de Hobbes al escribir El Leviatán fue la búsqueda de un Estado que permitiese la defensa de los súbditos y la erradicación del miedo para preservar la “libertad”, me parece adecuado tratar el tema de la “guerra” en Hobbes, tanto en el estado de naturaleza como en la sociedad civil.

La guerra en el estado de naturaleza

Hobbes define el derecho natural de la siguiente forma:

“Es la libertad que tiene cada hombre de usar su propio poder según le plazca, para la preservación de su propia naturaleza, esto es, de su propia vida; y, consecuentemente, de hacer cualquier cosa que, conforme a su juicio y razón, se conciba como la más apta para alcanza ese fin”[2].

Pues bien, el derecho natural es la “ley”, si se puede llamar así al ejercicio absoluto de una voluntad que no tiene porqué detenerse en la consideración de la libertad de un “otro”, que regula los actos de las personas en el estado de naturaleza, el cual se caracteriza por ser un estado en el que todos los hombres son iguales, y dada esta situación de igualdad se produce lo semejante en la búsqueda y la adquisición de fines. Y dado que las cosas no pueden ser disfrutadas por dos a la vez se convierten en enemigos, dándose el estado de guerra de un hombre contra otro hombre.

En la condición natural, el estado de guerra provoca que no haya injusticia en ningún acto, dado que no hay ninguna concepción de lo que es moral o inmoral todo está permitido… no hay una ley definida, con lo que tampoco existe el concepto de propiedad. Por ello, la inseguridad, el miedo y la desconfianza son absolutos[3].

Así pues, la guerra es el estado natural de las cosas cuando no existe un poder supremo que cree una ley que gobierne a los hombres. Porque, siguiendo a Agustín González, “el derecho natural no tiene límites; por él todo me es posibles y a todas las cosas tengo opción. La igualdad que se da en el estado de naturaleza, y las pasiones como motores de la conducta humana, provocan una situación de violencia y destrucción, que, paradójicamente, impiden que se pueda alcanzar el principal fin de la naturaleza: el conservar la propia vida”[4]. Por lo tanto, el único modo de acabar con este peligro de muerte es el estado civil[5].

Parece evidente, por lo tanto, que la forma gracias a la cual el hombre sale del estado de naturaleza es el estado civil. Independientemente de cómo se constituya el poder civil, ya que no es tema de este ensayo, hay que recordar que la base de su construcción se asienta en los derechos de los súbditos que, libremente y mediante contrato, son transferidos al poder soberano, el cual se compromete a protegerlos.[6] Así, termina la precariedad en la que se encuentra la raza humana. Al constituirse bajo un poder supremo, los súbditos ya no son lobos para sus congéneres, sino que el Estado regula, mediante las leyes civiles dictadas por el soberano, la vida en sociedad.

Sin embargo, y, aunque se podrían dedicar una infinidad de páginas al estado de naturaleza hobbesiano, y a la antropología y sociología que subyace a la visión que tiene de la persona, es menester pasar a las características que tiene la guerra en la sociedad civil, y los mecanismos que despliega el Leviatán para poder evitarla.

Las guerras en la sociedad civil

En efecto, lo que Hobbes trataba de evitar con su filosofía política, y el sentido final de toda esta monumental obra es el desencadenamiento de guerras civiles y la pérdida de vidas humanas: “Para el pensamiento de Hobbes, nada hay en la naturaleza humana que pueda medir la existencia. Por ello, la muerte es el mayor mal, sin que pueda existir ningún bien capaz de subordinar el valor de la vida”[7]. Y es a esto a lo que subordina el sentido final del Estado, comenzando, principalmente, por la explicación de cada una de las leyes naturales; y lo que es significativo de este planteamiento, es que la primera afirma tajantemente que hay que buscar la paz y mantenerla[8], y como para él, ley natural y ley civil se contienen mutuamente, resulta que las leyes disponen, en principio, a los hombres a la paz y a la obediencia[9].

La forma en la que Hobbes asegura la obediencia al soberano se basa en el miedo. Por esto, puede afirmar que

“las pasiones que inclinan a los hombres a buscar la paz son el miedo a la muerte, el deseo de obtener las cosas necesarias para vivir cómodamente, y la esperanza de que, con su trabajo, puedan conseguirlas”[10].

Por lo tanto, el Estado tiene que cumplir la triple finalidad por la que los súbditos han cedido sus derechos al monarca: “conservar la vida de sus integrantes (en perfecta coherencia con las leyes naturales), evitar la guerra (destructora de la sociedad) y asegurar el progreso (finalidad fundamental de la nueva burguesía)”[11]. Porque, “enfocar las cosas desde otro plano llevaría a un estado ‘preestatal’ de inseguridad, en el cual ni la misma vida física estaría asegurada, ya que la invocación del derecho y de la verdad no produce la paz, sino que hace la guerra más encendida y sañuda”[12].

Sin embargo, como nunca se dará la situación de gobierno utópica que describe Hobbes en El Leviatán, y como nunca todos los súbditos se identificarán en cada decisión tomada por el monarca, es inevitable que se dé la situación de guerra. Pero, dado que Hobbes está idealizando un Estado absoluto y feroz, férreamente controlado por un poder incontestable, no trata suficientemente el tema de la guerra. Simplemente porque lo que busca es evitarla, y si pudiese llevarse su teoría a la práctica de forma perfecta, solo habría un tipo de guerra, y esta sería la que se diese contra otros estados soberanos. Aunque el problema de la guerra civil sigue estando presente, y Hobbes tratará de evitarlo siguiendo diferentes argumentaciones.

La guerra civil

La principal preocupación de Hobbes a la hora de evitar cualquier enfrentamiento entre el pueblo y el Estado es la división del poder. Como se ha podido ir viendo, la autoridad que se le debe atribuir al monarca en el Leviatán ha de ser absoluta e incontestable. El monarca o el consejo que gobierne debe tener para sí todos los poderes, y para ello ha de controlar la ley[13]. Y lo mismo puede decirse ante el derecho de revolución que Locke introducirá siguiendo la doctrina de Hobbes. Para aquel, el derecho a la revolución es uno de los tres derechos que los súbditos nunca pueden transferir al soberano, pero para Hobbes, si los súbditos han elegido al soberano ya no pueden arrepentirse de su decisión y deponerlo, porque, en el momento en el que eligen al soberano, este queda fuera del contrato de transferencia de derechos, llevándose con él, evidentemente, los derechos de la sociedad. Así, el soberano se salva de posteriores tribulaciones contra él, puesto que cualquier mal que se le desee, es un mal que la sociedad se está deseando a sí misma. En Hobbes se da una identificación total entre los súbditos y el soberano.

Por esto, el poder del soberano ha sido calificado de la siguiente forma: “El poder del soberano es un poder humano ejercido por el hombre para el hombre […]. La construcción de Hobbes parece orientarse hacia la consecución de la paz terrena de la comunidad cristiana, capaz de terminar con la guerra civil. Schmitt considera a Hobbes el representante clásico del decisionismo. Para ello se requiere una instancia decisoria que imponga el orden de paz, el soberano. Éste establece las condiciones de la paz y garantiza la obediencia de los súbditos, aniquilando cualquier resistencia”[14].

Hasta tal punto llega el empeño de Hobbes de evitar las guerras intestinas a toda costa que establece incluso las normas para regular el paso de un monarca a otro, es embargo, otro de los grandes problemas que debía solucionar para evitar la guerra civil pasaba por enfrentarse a la cuestión religiosa, y así, la pregunta final de Hobbes es:

“si los reyes cristianos y las asambleas soberanas de los Estados cristianos tienen poder absoluto y sólo han de someterse a Dios, o si están sujetos a un vicario de Cristo constituido en la Iglesia universal y pueden ser juzgados, condenados, depuestos y ejecutados según este vicario lo estime oportuno o necesario para el bien común”[15].

Como puede observarse de nuevo, Hobbes se enfrenta al problema de la división de poderes, solo que ahora el plano no es únicamente político, sino que entra en juego la consideración de la jerarquía eclesiástica. Pues bien, Hobbes piensa que el poder eclesiástico solo se debe dedicar a la enseñanza, y que, dado que el Reino de Cristo no es de este mundo, y, el propio Cristo no fue enviado para adquirir poder real en este mundo, entonces, nada indica que se deba rendir obediencia en materia civil a sus funcionarios, y así indica muchos otros argumentos que muestran la misma conclusión[16].

Por lo tanto, no hay nada que justifique la intromisión del vicario de Cristo en el gobierno del Estado, y cuando así ocurre sucede lo siguiente:

“Siempre que hay una contradicción entre los designios políticos del Papa y los de otros príncipes cristianos, se levanta tanta bruma entre los súbditos, que son incapaces de distinguir entre un extraño que está usurpando el trono de su príncipe legítimo a quien ellos mismos pusieron allí; y en esta oscuridad mental, se ponen a luchar unos contra otros, sin discernir sus enemigos de sus amigos, dirigidos por la ambición de otro hombre”[17].

De todo lo expuesto hasta ahora se ve como Hobbes defiende los poderes absolutos del monarca para evitar todo conato de disensión dentro del Estado, que llevaría inevitablemente a una guerra civil. Por esto es necesario el miedo a ser castigado por la ley civil, cuya exclusividad y aplicación depende totalmente del monarca.

Las guerras entre estados

Las guerras entre diferentes naciones y estados tienen diversas causas, pero afirma Hobbes, que solo el soberano puede declarar la guerra y la paz cuando él cree que es conveniente, las tropas y el dinero necesario para hacerla y todas las cuestiones que estime oportunas para su consecución[18]. Sin embargo, no es una cuestión preocupante, tanto en cuanto el Estado ya está constituido y los súbditos están, en cierta manera, protegidos:

“En todas las épocas, los reyes y las personas que poseen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en una situación de perenne desconfianza mutua […], con sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados en las fronteras de sus reinos […]. Pero como, con esos medios, protegen la industria y el trabajo de sus súbditos, no se sigue de esta situación la miseria que acompaña a los individuos dejados en un régimen de libertad”[19].

De todas formas, aunque Hobbes afirma que cuando se da una guerra entre estados y los enemigos consiguen la victoria final, los súbditos son libres de hacer lo que les parezca, también afirma que esto solo será cuando el monarca muera, y que mientras continúe con vida seguirá siendo el “alma pública que da vida y movimiento al Estado”, por lo que habrá que seguir prestándole obediencia[20]. Sin embargo, no es menos cierto que los súbditos tienen el deber, por ley natural, de defender el Estado hasta las últimas consecuencias. Esto tiene su razón de ser en que, dado que el soberano protege al súbdito en tiempos de paz, este tiene la obligación de defender al soberano en tiempo de guerra[21].

De todo esto se deduce, a juicio de Schmitt, lo siguiente: “En el derecho internacional, como ya dijo Hobbes por primera vez, los Estados están unos frente a otros en estado de naturaleza”[22].

Sin embargo, la cuestión de la guerra interestatal queda olvidada en Hobbes, diluida en la omniabarcante preocupación de otorgar una racionalidad absoluta al Estado y amplios poderes al monarca. Como ya se mostró al principio, no puede desvincularse de ninguna manera la obra política hobbesiana con los acontecimientos históricos y las violentas sacudidas que sufría la Inglaterra de su tiempo.

El fundamento natural del estado de guerra; el miedo, la estabilidad y la necesidad como base de la creación del gran Leviatán; la preocupación por la guerra civil, sus causas y efectos le llevaron a defender la idea de un Estado absoluto asentado bajo el poderío de la razón. Totalmente coherente con una visión mecanicista, tanto del hombre como del Estado, pero imposible de llevar a cabo. Sea lo que sea lo que ha llevado a algunos a afirmar el carácter no-utópico del estado hobbesiano, como por ejemplo, la ya mencionada coherencia de su sistema con su visión antropológica, no justifica su verificación práctica.

El Leviatán no es posible, siendo fieles al texto escrito por Hobbes, en su perfecta instauración, porque, de raíz, parte de una visión totalmente errónea de lo que el ser humano es. Incluso es perfectamente válida la analogía con aquellos planteamientos sociológicos que afirman que la doctrina desarrollada Karl Marx es válida porque se desarrolla en perfecta coherencia con sus postulados antropológicos. Es cierto que, debido a su interna coherencia, puede ser comprensible y defendible, pero de hay a la práctica hay un salto extremo.

Sin quitarle ningún merito a Hobbes puede afirmarse que su obra bebió de los hechos que tiñeron de rojo las tierras inglesas y continentales, y que, en parte, su teoría política se manifestó durante los reinados absolutistas que se sucedieron en toda Europa hasta la consolidación del Nuevo Régimen, pero este, al igual que la mayoría de los cambios se han dado a golpe de revoluciones y de guerras. Por lo tanto, la historia es testigo y garante de la imposibilidad de la perfecta aplicación de su sistema político. Con lo cual no se está afirmando que sea peor o mejor, sino, simplemente, su carácter utópico[23].




[1] Cfr. Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil, Madrid, Alianza Editorial, 4º ed., 2006, pp. i- xix.

[2] Ibíd., I, 14, p. 119.

[3] Cfr. Ibíd..., I, 13, pp. 113-117

[4] Agustín González Gallego, Hobbes o la racionalización del poder, Barcelona, Ediciones de la Universidad de Barcelona, p. 97.

[5] Así lo entiende, José Luis Monereo Pérez en su estudio preliminar “El espacio de lo político en Carl Schmitt”, en: El leviathan en la teoría del estado de Tomas Hobbes por Carl Schmitt, Granada, Editorial Comares, 2004, p. XIX, al afirmar que “el punto de partida en Hobbes es el miedo del estado de naturaleza, […] porque en el estado de naturaleza puede cada uno matar a quien quiera”.

[6] Cfr. Ibid., Thomas Hobbes, op. cit., pp. 159-167

[7] Alfredo Cruz Prados, La sociedad como artificio. El pensamiento político de Hobbes, Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra (EUNSA), 1986, p. 224.

[8] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit., p. 120.

[9] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit., p. 233.

[10] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit., p. 117.

[11] Ibíd.., Agustín González Gallego, op. cit., p. 175.

[12] Carl Schmitt, El leviathan en la teoría del estado de Tomas Hobbes, Granada, Editorial Comares, 2004, p. 40.

[13] Cfr., ibid., Thomas Hobbes, op. cit., pp. 159-167

[14] Ibíd.., José Luis Monereo Pérez, op. cit., p. XXVI. (Cursivas añadidas por el autor).

[15] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit. p. 330.

[16] Cfr., ibid., Thomas Hobbes, op. cit., p. 416.

[17] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit. p. 500

[18] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit. p. 164.

[19] Ibid., Thomas Hobbes, op. cit. P. 117.

[20] Cfr. Ibid., Thomas Hobbes, op. cit. p. 282-283.

[21] Cfr. Ibid., Thomas Hobbes, op. cit. p. 570-572.

[22] Ibid., Carl Schmitt, op. cit. p. 44.

[23] Para otra interpretación de la obra de Hobbes y de su carácter no-utópico me remito a: Cfr. Ibíd.., Alfredo Cruz Prados, op. cit. pp. 313-341.